Viernes – El camino con jeans
Publicado el 06 June 2025
Ese instante en que cierras la última aplicación, apagas el equipo y sientes que el cuerpo, al fin, puede soltarse.
Junto con un amigo salimos rumbo al estacionamiento. El aire era más frío que otros días; ese tipo de frío que se cuela por el cuello de la camisa y te despierta de golpe. Cruzamos la carretera con cuidado. Los autos no cedieron, pero tampoco importaba. La charla fue breve. Un gesto, un “cuídate”… y cada quien tomó su rumbo.
Mi bici me esperaba, sola, como siempre a estas horas. Fiel. Silenciosa. Lista.
Pero hoy algo era distinto.
No me cambié de ropa, no me puse guantes. Solo jeans, camisa de botones y el chaleco amarillo. Quería sentir el camino con otra piel. Ver si la ropa común cambiaba la sensación, si podía rodar con otra actitud. Así que tomé la decisión: ir ligero, sin escudos. Solo yo, el frío y el camino.
Me alisté rápido y esperé frente al portón. El guardia me vio y tardó en abrir. Algunos compañeros me saludaban al pasar. Yo, inmóvil, con las manos frías sobre el manubrio.
Hasta que por fin: libertad.
Bajé la rampa, me incorporé a la carretera y el pedaleo comenzó. Al inicio, suave. Luego más firme. El cuerpo se calentaba, el corazón marcaba el ritmo, y el frío, lejos de estorbar, se volvía aliado.
El semáforo en rojo me detuvo. Desde ahí, miré los camiones de Samsung alinearse como elefantes dormidos. Enormes. Lentos. Sabía lo que venía.
Planifiqué mi escape mentalmente.
Semáforo en verde. Arranqué. Me metí al carril con decisión. Los autobuses bloqueaban la vía como bestias de acero, y los autos impacientes comenzaban a invadir espacios. No lo dudé. Salí por un camino alterno, esquivando el caos. La ciudad era un ruido lejano detrás de mí.
Dos kilómetros rectos, con fluidez. Era mi pista. Me incliné hacia el manubrio, ganando velocidad, los jeans rozando mis piernas, la camisa agitándose con el viento. No cambiaría a marchas más ligeras. Me puse de pie y seguí empujando.
Las piernas ardían, pero eso no importaba. El cuerpo respondía.
Subí El Laurel desde las vías. Inclinada. Desafiante. Pero iba preparado. Con ritmo y estrategia, la domé. Luego bajada. El aire golpeaba la cara. Libertad.
Entré al sobreruedas, bajé la velocidad, y sin quererlo, sonreí. Ver los puestos, los colores, la gente… era como rodar por otro mundo dentro del mismo.
A lo lejos, el tráfico: sofocante. Y yo, agradecido. Pedaleando.
Al llegar al Refugio, evité el semáforo manipulado por los policías. Tomé la banqueta y esperé el hueco justo entre los autos para moverme al camellón. Preciso. Eficiente. Como una coreografía que ya conozco.
La siguiente subida, frente a la gasera, exige respeto. Comienza tranquila, luego se vuelve cruel. Al llegar a la mitad, me puse de pie. Empujé con todo. Dejé autos atrás. Sentí la mirada frustrada de los conductores, atrapados.
Yo ascendía.
Luego, la bajada hacia la gasolinera. Sabía exactamente dónde y cómo moverme: camellón, luego primer carril, luego el lento. Todo en orden. Como viento entre rocas.
Los siguientes 4 km eran míos. Planos. Libres. Mi pista para volar.
Solo unos perros interrumpieron la armonía. Me conocían. Sabían que si iba rápido, era juego; si iba lento, no les interesaba. Bajé el ritmo. Me dejaron pasar como uno más del barrio.
Pasando esa zona, todo fluyó. El semáforo de Ojo de Agua se acercaba. No hubo problemas. Me detuve frente a los tacos para llevar. Era viernes, y merecía no cocinar.
Mientras esperaba, observaba el mundo: taxis, gente corriendo, claxonazos, voces. Pero yo estaba fuera del ruido.
Reanudé. Quedaban solo 2 km. Uno de ellos, de subida.
Lo subí con esfuerzo controlado. Ni al límite, ni flojo. Solo lo necesario.
Y al fin…
Llegué. Sin incidentes. Sin sustos. Un poco exigido, sí… pero con una sonrisa escondida.
Agradecido. Por el camino. Por la bici. Por el cuerpo que responde.
Por estar, una vez más, en casa.
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