🏞 Hongo On - La ruta que me enseñó a resistir más allá del cuerpo-100km

Publicado el 11 December 2023

El año estaba por terminar, pero la emoción por las rutas en bicicleta seguía viva. Había comenzado con paseos cortos, y ahora ya había cruzado los 100 km. Se acercaba otro evento: Hongo On.
Esta vez, la ruta sería diferente. Antes, el recorrido llegaba hasta Ojos Negros —sin retorno—, acumulando más de 1400 metros de altura. Pero ahora sería un circuito de 100 km, ideal para quienes no llevaban carro de apoyo. También había modalidades más cortas: 30 y 60 km, según la preparación de cada ciclista.
En ese momento, no me preocupaba el kilometraje. Solo quería ser parte del evento.

Era domingo. Preparé todo y partí rumbo al Hongo por la carretera de cuota hacia Mexicali. El arranque estaba programado a las 8:00 a. m. No llegué con demasiado tiempo para ajustar. Al entrar al poblado, ya se sentía el ambiente de fiesta. Había ciclistas de todo tipo sobre la carretera principal. Estacioné en la escuela del Hongo y comencé a alistar mi bici rodada 29. Hice los últimos ajustes, me coloqué en la línea de salida. El cielo estaba nublado, el clima fresco, y todo apuntaba a lluvia. Aun así, aposté por ir ligero.

El organizador, Víctor Escobar, dio unas palabras de bienvenida. Se hizo el conteo... y arrancamos.

La carretera era ancha, lo cual facilitó los primeros kilómetros. Sin embargo, el pavimento pronto mostró su peor cara: tramos dañados, vibraciones constantes. Los ciclistas experimentados aceleraron y pronto desaparecieron. Yo, mientras tanto, compartía camino con muchos más. El terreno era monótono, pero al llegar a Santa Verónica, todo cambió. La vegetación aumentó y los sube-bajas hicieron más divertido el trayecto. Apenas íbamos por el kilómetro 15, y todo era disfrute.

Mantuve una velocidad constante, alrededor de 18 km/h. Pronto apareció el primer punto de retorno: la meta de 30 km. Para mí, eso era apenas el comienzo, así que no me detuve. Ni siquiera tomé agua. Solo quería seguir.

Llegó la gran subida del Compadre. A lo lejos parecía larga, pero no tenía mucha inclinación. Ya había hecho cosas peores. La subí con esfuerzo, pero con paso firme. Varios ciclistas batallaban, pero yo seguía motivado. Aún quedaba camino por subir. La pista era arenosa, dura, sin mucha variación. Después vino una bajada larga que nos hizo perder la altura ganada.

Tras poco más de una hora, apareció el segundo punto de retorno: los 60 km. Y yo... seguí.
Ya no quedábamos muchos. Los que quedaban eran los que iban por los 100. Compartía tramos con algunos, pero el grupo se disolvía rápido. A veces los alcanzaba, a veces me rebasaban. El paisaje empezó a cambiar: cerros, encinos, matorrales... lugares poco visitados.

Entonces llegó el momento de hidratarme. Me detuve, tomé agua, comí algo, y descansé unos minutos.
La calma era total. Ya no había ruidos. Pocos ciclistas estaban en esta zona, y no había cruces: imposible perderse. El camino se volvió más interesante, con desniveles, plantas creciendo en medio de la pista.
Me emparejé a dos ciclistas que bromeaban:
—¡Avísales que estamos aquí! ¡Que vengan por nosotros! —decían entre risas, mientras se quejaban de calambres.

Yo sonreí... y seguí.

Unos 3 km después, la vegetación cambió por completo. Aparecieron pinos, matorrales, y un pickup con gente repartiendo agua. Ese era el punto de retorno oficial de los 100 km.

El regreso fue distinto: el camino no estaba bien trazado. La vegetación lo había invadido. Un hombre nos guiaba junto a un perro de guardián. Varios ciclistas nos agrupamos para cruzar esa zona. Una chica, hábil, nos fue mostrando cómo sortear el terreno: arena suelta, rocas, raíces. Un descuido... y el suelo te tragaba.

Ese segmento fue divertido, pero el cuerpo ya comenzaba a resentir los kilómetros. Iba en el km 60 y aún faltaba mucho. La vegetación era densa, con juncos altos, y el olor a gordolobo impregnando el aire.
Eventualmente, el camino se cruzó con la carretera por donde habíamos iniciado. Ahora tocaba subir... otra vez.

La chica que nos guiaba aceleró y desapareció. Yo ya no tenía fuerzas. Todo era mental. Cada kilómetro se sentía eterno. Pasaban las 2 de la tarde. No paré en los puntos de hidratación. Ya solo quería llegar.

Fueron casi dos horas de sufrimiento. El cuerpo ya no respondía.
Cada curva parecía ser la última… pero no.
Hasta que por fin, tras tanta espera, apareció una señal de civilización. El pavimento maltrecho anunciaba el retorno al pueblo.

Llegué a la meta. No había música ni fiesta. Solo un ambiente tranquilo, diferente a otros paseos.

Observé un momento. Subí mi bici. Me fui a casa.

Con una mezcla de emociones… pensando en todo lo que había visto.

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