El que cayó antes de volar

Publicado el 06 May 2025

Amanecí distinto. No del todo descansado. Llevaba cinco días con un sueño comprometido: promediaba apenas cinco horas por noche, despertando ante cualquier ruido. Hoy fue diferente. Dormí bien. Mi reloj marcó una puntuación de 90, frente a los 60 de los días anteriores. Aun así, me costó arrancar. Sentía el cuerpo lento, la mente pesada. Tal vez necesite un par de días más para sentirme realmente normal.

La mañana comenzó a las 6:00 am. Miré por la ventana: el cielo estaba ligeramente nublado, y el aire traía esa frescura que hace más llevadero el inicio del día. Me preparé una pequeña taza de café, lo justo para despertar sin alterar la calma. Revisé las noticias en internet. Nada destacable. Y eso, en estos tiempos, es casi una bendición.

Mi esposa se levantó más temprano de lo habitual. Tenía una reunión importante. Yo, en cambio, me movía sin prisa, saboreando la pausa.

A las 7:00 am salí al patio. Me encontré con una escena que detuvo el tiempo: un pajarito joven, caído del nido, intentaba levantar vuelo desde el suelo. Desorientado. Frágil. Duna, como buena cazadora, lo detectó al instante. Tuve que intervenir. No sabía si lograría sobrevivir, pero por unos minutos, todo mi mundo se concentró en esa pequeña vida que aún no conocía el cielo. Lo protegí. Lo cuidé. Le di a Duna su comida dentro de la casa, para darle al pájaro una oportunidad de escapar, de vivir.

Mientras tanto, los demás perros recibieron su desayuno con entusiasmo, como siempre. La mañana, fresca y húmeda por las recientes lluvias, me invitó a quedarme un momento contemplando las plantas que han crecido con fuerza en estos días.

Volví adentro para continuar con la rutina: preparar el desayuno mientras revisaba mi bicicleta. Ayer había hecho una ruta de 24 kilómetros, lo que podría haber causado una ponchadura… pero todo estaba en orden. Sin sorpresas.

Desayunamos tranquilos. Conversamos, bromeamos. Un momento sencillo, pero lleno de esa complicidad que da la costumbre bien vivida. Después, hice los ajustes necesarios para salir a rodar.

Tomé la bicicleta no como una obligación, sino como un acto de permanencia. Salí por la ruta de siempre, esa que ya reconozco con la mirada cerrada: no solo con los ojos, sino con la piel, con la memoria. El aire seguía fresco. El camino tenía su agitación habitual, nada que me sorprenda ya. Pedaleé sin urgencia, sin meta. Como quien simplemente quiere seguir en movimiento. Porque a veces, el único lugar donde todo encaja es sobre dos ruedas: cuerpo, pensamiento, recuerdo.

Hoy no hubo un gran paisaje. No pasó nada extraordinario. Pero hubo verdad. Y eso, para mí, es suficiente. Me di cuenta de que Siber13 ya no es solo una página. Es un espacio donde ordeno el caos, donde dejo testimonio de lo vivido para no dejarlo perder. Un rincón con raíz.

Aunque allá afuera todo grite, yo sigo hablando desde aquí. Desde lo mínimo. Desde lo que aún no se rompe.

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