Mix Road 2024-130km
Publicado el 30 November 2024
El Mix Road 2024
Capítulo 1 – El aura del evento
El Mix Road: un paseo tan mencionado y reverenciado por quienes ya lo habían vivido, que parecía tener un aura mítica.
Era domingo, a finales de 2024.
Y como todo evento ciclista, el ritual previo había comenzado desde el día anterior: revisar la bicicleta, preparar refacciones, llenar las botellas de agua, empacar alimento, ajustar la vestimenta, colocar luces… aunque esta vez, algo se me había escapado.
Recientemente había cambiado de bicicleta. Ahora tenía una transmisión 3x7, más sencilla pero confiable.
Sin embargo, aún no le había colocado los soportes para las luces. Un detalle menor —pensé en su momento—, pero que terminaría jugando un papel importante más adelante.
El arranque era en Casian, un lugar que apenas recordaba de una visita pasada. Así que habría sorpresas. El trayecto en auto me tomaría unos 30 minutos; la salida estaba programada para las 08:00 a. m., y no había tiempo de sobra para ajustes de última hora.
Capítulo 2 – El inicio entre desconocidos
Al llegar, el ambiente impone: decenas de ciclistas con bicicletas impecables, ropa técnica, confianza en la mirada. Yo me preguntaba si estaba realmente listo. La ruta era demandante: 130 km con 2,500 m de altitud acumulada. Mi límite hasta entonces había sido 100 km y 1,500 m, un mes antes en el Hongo On. Aun así, me sentía capaz. Y eso bastaba.
Mientras montaba la bici —llantas, seguros, mochila— perdí de vista al grupo. Ya se habían ido. Me apuré, y en la prisa, olvidé colocar las luces. Confié demasiado en que terminaría antes de que cayera el sol.
Partí solo. Fui el último en salir. Al pasar junto a los autos de apoyo, noté algunas miradas curiosas. Respondí con un saludo amable. No conocía la carretera, pero suelo orientarme bien. En los primeros kilómetros alcancé a los primeros compañeros y seguí avanzando.
Capítulo 3 – La primera prueba "La Rumorosita”"
Sabía de un tramo duro: “La Rumorosita”. No tenía referencias exactas, pero iba preparado. El clima era fresco, con algo de viento. Al inicio de la subida, el aire levantaba polvo: el ambiente se volvía más áspero. En ese tramo, adelanté a unos 15 ciclistas. Aquí empezaba lo bueno.
El camino exigía: piedras sueltas, inclinación sostenida. Avanzar requería cadencia constante y precaución. Trazar la ruta mentalmente era necesario: una piedra redonda podía causar una caída. Vi ciclistas con técnica impecable... y otros que apenas se sostenían. Me sorprendió una muchacha con fuerza y condición destacables. Su mochila metálica la hacía inconfundible. Subíamos a la misma velocidad, pero ella, al ir en grupo, moderaba su paso. Yo iba solo, sin esperar a nadie.
Tras unos 7 km de ascenso, completé la subida. varios ciclistas aprovechaba el momento para toma fotos era el primer reto y querían tener un recuerdo. Más de una hora de pedaleo. El paseo apenas comenzaba.
Capítulo 4 - En lo alto: piedras y subidas constantes.
Lo que siguió fue un tramo técnico, cubierto de piedras medianas y redondeadas. Las llantas se deslizaban con facilidad, y mantener el equilibrio requería constante atención. Era una secuencia de subidas cortas, pero incómodas. No era tanto el esfuerzo físico como la exigencia mental de no perder tracción ni caerse.
Tenía cierta ventaja por mis entrenamientos recientes, pero pronto la perdí. En esta zona, varios ciclistas comenzaron a alcanzarme bajaban sin miedo, la experiencia se notaba.
Ahí entendí cómo se estaba fraccionando el grupo: los rápidos ya iban muy por delante, y los más lentos habían quedado kilómetros atrás por por lo que, sin grupo, me encontraba solo, avanzando por un terreno desconocido.
Aún me sentía confiado. Pero todo cambió cuando una zona rocosa me hizo caer. Nada grave, aunque el susto fue suficiente. Traía guantes, y eso salvó mis manos de quedar raspadas para el resto del recorrido.
La vista desde lo alto era impresionante: cerros solitarios, caminos perdidos entre los cerros, una inmensidad que inspiraba… pero también intimidaba. La belleza se mezclaba con la necesidad de administrar bien cada trago de agua, cada bocado de energía. Faltaba mucho por recorrer.
Decidí bajar el ritmo. Ya sabía lo que era una caída, y no quería repetirlo. Luego de la subida vino el descenso, que no fue más amable: piedras sueltas combinadas con tramos de camino más uniforme lo volvían traicionero. Sin zapatos con clip, mantenerme firme en los pedales era un reto constante. El equilibrio dependía de aferrarme con fuerza al manubrio.
Capítulo 5 – Señales de civilización
Finalmente, la civilización dio señales. A lo lejos aparecieron unos ranchos sobre la cima. Y el famoso letrero del “Cerro Coronel” me confirmó que iba en la dirección correcta.
Bajé por una pendiente encementada que conducía, según el mapa, a la carretera libre Rosarito-Ensenada. Pensé que sería una bajada tranquila… pero me equivoqué. El camino no estaba claro. Me perdí entre veredas sin salida. Subía y bajaba buscando una salida que no aparecía.
Durante 30 minutos vagué sin dirección. Hasta que decidí confiar en mi intuición y seguir un sendero que parecía tener lógica. Y acerté. Salí a la carretera. Sentí una satisfacción silenciosa. Como si el camino me hubiera querido poner a prueba.
A partir de ahí, el trayecto era más sencillo. Tramos pavimentados, menos incertidumbre. Al llegar a una gasolinera, punto clave del recorrido, encontré a varios ciclistas. Compartíamos el mismo objetivo: terminar el Mix Road. Nos saludamos. Les conté de mi extravío. Me invitaron a seguirles.
Error.
Ellos ya habían descansado. Yo no. Aguanté el ritmo por algunos kilómetros, pero necesitaba agua y alimento. Eran las 10:30 a. m. y aún no había comido.
El dilema era dejar la bici fuera de la tienda. No había otra opción. A un costado, un señor me observaba. Le expliqué mi preocupación. Me ofreció su ayuda con un gesto simple: “Yo se la cuido, joven”.
Rápidamente entré. Compré dos litros de agua y una bebida con electrolitos. Al salir, me sentí en deuda. Le agradecí y comenzamos a conversar.
Había nostalgia en sus palabras. Recordaba sus años de juventud, cuando él también recorría caminos largos en bicicleta. Me habló de un maestro de educación física que se obsesionó tanto con el ciclismo que todas sus pláticas giraban en torno a eso. Me reí. Muchos de nosotros caemos en lo mismo sin darnos cuenta.
Nos despedimos. A lo lejos vi a un par de ciclistas sobre la carretera. Eran parte del recorrido, así que los seguí durante unos 3 km. Pero hacían pausas frecuentes. No iba a avanzar así. Decidí dejarlos atrás.
Aún no desayunaba. Me detuve. Había preparado unos burritos. Mientras comía, se me acercó un perro callejero. Le ofrecí la mitad. Fue un momento simple, pero reconfortante.
Estaba listo para seguir.
Capítulo 6 - Playa La Misión
El siguiente tramo era pavimentado. Una carretera de un solo carril, con curvas cerradas que exigían precaución. Los autos no siempre respetan al ciclista, y la visibilidad en esas curvas puede ser mortal.
En uno de esos giros, vi una cruz: un memorial para un ciclista. No sabía su historia, pero la escena me sacudió. Me recordó que ningún recorrido está garantizado. El final puede llegar en cualquier sitio.
Entré a la etapa final de la carretera Rosarito-Ensenada. Quedaba un descenso, que tomé con cautela. Por instinto, me desvié. Conocía el camino: meses antes había hecho una ruta por esa zona, en sentido contrario. Era el “Paseo Rural del Valle de Guadalupe a Playa La Misión”. Pero el mismo terreno, en dirección opuesta, se transforma.
Pasó una pickup de apoyo. Me saludaron y me ofrecieron ayuda. Rechacé con gratitud: tenía agua, fuerzas y la cabeza clara. Me sentía en control.
Capítulo 7 – El desvío inesperado
Pronto llegó la bifurcación. ¿Subida o plano? Elegí el plano. Ya conocía parte del terreno. Pero el paisaje empezó a desorientarme. Algo no encajaba. Reconocía detalles, pero no había huellas, ni señales, ni rastro de ciclistas. Aun así, decidí seguir.
La duda llegó tarde.
Un campo de repollos apareció de pronto. No recordaba haberlo visto. Me detuve. Revisé el celular. Abrí la app de navegación —que aún no dominaba del todo— y apareció el veredicto: me había desviado 5 kilómetros. Treinta minutos perdidos. Energía malgastada.
No había opción: tocaba regresar. Lo hice rápido, con rabia silenciosa. Al llegar nuevamente a las intersecciones, revisé el mapa con más cuidado. La app me marcaba el camino correcto, aunque no me resultara familiar. Confié.
El trayecto era largo, flanqueado por cerros. El sol aún no pegaba con fuerza. Eran cerca de las 11:30 a. m.
Un ciclista me rebasó. Ritmo firme, mirada al frente. Lo reconocí: era el mismo que me había dejado atrás horas antes. Me saludó al pasar. Yo ya no tenía la misma energía.
Ahí empezó la preocupación real: no traía lámpara, y aún faltaban 90 km. A una media de 17 km/h, la llegada sería de noche. Pero desertar no era una opción.
Capítulo 8 – Subir para ver el valle
Seguía de pie, con reservas. El cuerpo no fallaba. Aún no.
Sabía que se acercaba una subida larga. En un paseo anterior la había bajado… eternamente. Ahora tocaba lo opuesto. Me detuve, comí algo, me hidraté, puse música en celular para mantener la mente enfocada. Y comencé.
Tierra suelta, piedras. Cinco kilómetros que parecían no acabar. La clave fue la cadencia, la calma, la concentración. Poco a poco fui avanzando.
A lo lejos divisé al ciclista de antes. Me llevaba una ventaja de media hora. Ahora, esa distancia parecía alcanzable.
Mientras subía, la vista se abría: el valle se extendía a mis espaldas. Desde arriba, los caminos recorridos parecían líneas dibujadas con lápiz. Vi ciclistas que apenas iniciaban la subida. Y sentí orgullo. Había llegado lejos.
Finalmente, alcancé la cima.
Dos vehículos de apoyo estaban estacionados. Los saludé y seguí sin detenerme. A veces, la mejor forma de recuperarse es en movimiento.
El camino que seguía ya no ofrecía riesgo de extravío. La app era clara, y por fin, el paisaje coincidía con lo que recordaba. El ritmo volvió. Las bajadas se sucedían una tras otra, agresivas, veloces. Me recordaban lo importante que es llevar zapatos con clip: sin ellos, mantener los pies en los pedales es un acto de equilibrio forzado. Cada bache era un riesgo. Cada curva, una prueba para los brazos tensos sobre el manubrio.
Pero no todo era descenso. Pronto las subidas regresaron.
Capítulo 9 – Ayuda, pinchazo y polvo
A lo lejos escuché un motor. Un carro de apoyo se acercaba. Me saludaron. Me ofrecieron ayuda. Esta vez acepté. Mi mochila de agua estaba vacía.
Les pedí líquido. Me llenaron la bolsa, agregaron electrolitos, y me ofrecieron barras energéticas. Me contaron que ellos también intentaron hacer el paseo, pero el cansancio los venció. Sentí empatía. No todos los cuerpos resisten lo mismo, pero el intento también cuenta.
Aproveché para preguntar cuánto faltaba hasta el Cañón Doña Petra. Me dieron buenas noticias: aún podía llegar con luz de día. Uno de ellos, Johnny Bikes, me ofreció su lámpara cuando llegáramos al Porvenir. El gesto me alivió. Ya tenía un plan para evitar el riesgo de pedalear a oscuras.
El carro siguió su camino. Yo me preparé para avanzar. Pero apenas empecé a pedalear, algo no estaba bien. La llanta delantera se sentía blanda. Me bajé. Efectivamente: ponchada.
El aire se fue rápido. El daño era considerable.
Por suerte, traía una cámara de repuesto. Siempre cargo una. El sitio donde ocurrió no era amable: polvo, sol fuerte, tierra seca. Aun así, desmonté la llanta cambié la cámara. Saqué mi bomba, una pequeña que casi no usaba. Y ahí surgió otro problema.
Intenté inflar, pero no pasaba nada.
Por un momento creí que todo se vendría abajo. Respiré hondo. Pensé. Un ciclista pasó, pero no traía bomba. Seguí intentando. Hasta que noté un detalle: la bomba era de rosca. Nunca la había usado así. Al conectarla bien, por fin funcionó. La llanta empezó a inflarse.
No la dejé muy llena. Lo justo para avanzar. Ya no quería más polvo, ni sol, ni frustración. Solo volver a sentir el aire en el rostro. Y seguir.
El causante del daño fue una grapa de hierro oxidado, de esas que usan en los establos. El retraso ya era de una hora. Entre el extravío y este ponchadura, el margen de error se había esfumado.
Eran cerca de las 12:00 p. m. Aún quedaban muchos kilómetros por delante.
Capítulo 10 – San José de la Zorra y el alivio
El terreno comenzó a mejorar. Las piedras desaparecieron y el camino se volvió más amable, más fluido. Agradecí ese respiro. Después de tanto sobresalto, avanzar sin sobresaltos era casi un lujo.
Pero la bici ya mostraba el desgaste.
Los frenos estaban sucios desde los primeros kilómetros. Las balatas raspaban con polvo seco, y eso reducía la eficacia en cada descenso. Me exigía más concentración. En ese punto del recorrido, cada detalle contaba.
El ambiente ya se sentía distinto. La luz comenzaba a cambiar. El sol no era tan fuerte; el aire tenía otro tono. El peso del agua en la mochila empezaba a disminuir, lo cual traía alivio… y también advertencia: lo que aliviana el cuerpo, muchas veces agota los recursos.
Capítulo 11 – El último tramo antes de llegar al porvenir
En medio de ese tramo silencioso, apareció San José de la Zorra. Un poblado rural, ganadero, sencillo. Pasé junto a una pequeña escuela, unos niños jugaban en un patio de tierra. Encinos altos enmarcaban el camino. Era una postal viva. Después de tantos kilómetros en soledad, pasar por un sitio así dio una sensación inesperada de calma. Como si me recordara que aún existía el mundo fuera del recorrido.
Seguí pedaleando, con ritmo constante. Las piernas ya no se sentían frescas, pero tampoco vencidas.
Poco antes de llegar a El Porvenir, aparecieron algunas subidas más. No eran largas, pero a esa hora —y con esa carga acumulada— cada metro pesaba. Alcancé a tres ciclistas. Ellos hacían pausas frecuentes. Yo seguí con paso lento, pero sostenido. Logré emparejarme con uno de ellos. Compartimos ruta durante unos 45 minutos.
No hablamos. Pero nos acompañamos. A veces, la sola presencia basta.
Cuando llegó la bajada, todo cambió. Él tenía mejor técnica. Bajó como si no existieran las curvas ni el miedo. Yo aún no domino esa parte. Lo perdí de vista.
Finalmente, llegué a El Porvenir.
Un hervidero de ciclistas. Algunos descansaban, otros discutían estrategias. Se notaban las señales de fatiga en los rostros, pero también el orgullo de haber llegado hasta ahí.
Busqué a mi compañero de bajada. Pensaba continuar con él. Pero me sorprendió su decisión: no seguiría el recorrido original. Tomaría otro camino, de regreso al Valle de las Palmas por carretera. Más sencillo, más seguro.
Me quedé solo. De nuevo.
Necesitaba un grupo. Y necesitaba una lámpara. Comencé a preguntar por Johnny Bikes. Lo encontré. Sin dudarlo, me entregó su lámpara. Un gesto enorme. Si no la conseguía, pensaba comprar una en el poblado, y eso hubiera significado más retraso, más desgaste.
Pero el ambiente era extraño. Muchos ya no continuarían. Se estaban reagrupando para volver. El día se hacía corto.
Tomé la decisión.
Seguiría solo.
No conocía el camino. No tenía referencias. Pero algo dentro de mí —no la lógica, no la razón, sino otra cosa— decía que debía seguir.
Capítulo 12 – El ciclista disco
Seguí por el pavimento, guiado solo por mi instinto. En una intersección, un joven pedía cooperación para los bomberos. Me detuve. Me miró sorprendido:
—¿De dónde vienen todos esos ciclistas?
Su pregunta me tranquilizó. Si él los había visto pasar, iba por buen camino.
Pero lo inesperado volvió.
El ciclista que venía delante desapareció entre las curvas. No había señal, ni flechas, ni huellas claras. Me quedé sin pista. Pedaleé algunos kilómetros más, esperando verlo. Nada.
La soledad se sentía distinta ahora: más densa, más silenciosa.
Me detuve. Consulté el mapa. El lugar no era fácil de ubicar. Tardé minutos que parecieron horas. Entonces, algo irrumpió: una luz fuerte, música disco, y un ciclista con faros brillantes, seguro, como salido de otro paseo.
—¡Sígueme! —me dijo con energía.
Y lo hice.
Durante unos 5 km rodamos juntos. Me devolvió el ritmo, la seguridad. Hasta que, sin previo aviso, se detuvo.
—Hasta aquí llego yo —dijo. Y señaló la ruta.
Una vez más, estaba solo.
Me dio instrucciones vagas: cruza por unas palmas, pasa por una colonia… "Sigue las huellas", me dijo, “mientras haya luz”.
Y eso hice.
Capítulo 13 – Perros, noche y miedo
Pero el sol ya no estaba.
Avancé con la memoria de lo que él había dicho. El terreno era incierto. Empezaba a hacer frío. A lo lejos, vi luces moviéndose en los cerros. Pensé que eran ciclistas. Me ilusioné. Pero nunca supe qué eran. Las luces desaparecieron.
Unos minutos después, los perros.
Una manada de cinco salió de entre los matorrales. Ladraban fuerte. Corrían junto a la bici, amenazantes. Me bajé. Caminé algunos metros. Cada vez que me subía, volvían a lanzarse. Así que seguí a pie hasta que se aburrieron.
Ya era de noche.
Encendí la lámpara. la oscuridad densa no se daba abasto, había mucho terreno a oscuras.
Pensé que estaba cerca del final. Pero no.
Empezó un descenso. Creí que era la última etapa. Aceleré. Pero algo no cuadraba. Tomé una intersección sin revisar. Seguí. Hasta que el camino desapareció. Árboles. Objetos oxidados. Ninguna salida.
Me había perdido.
Otra vez.
Saqué el celular. Poca batería. No había cobertura. Pero logré abrir el mapa. Estaba lejos. Otra desviación. Otro error.
Respiré hondo. No era momento para pánico.
Regresé. Y justo al llegar al cruce, escuché voces.
Cinco ciclistas venían en grupo. Eran del equipo REB. Y entre ellos, la chica de la mochila metálica. La misma que había escalado como una campeona al inicio del recorrido.
Me reconocieron:
—¡Eres el que se ponchó!
Sonreí. Me invitaron a unirme.
Fue un alivio. Ya no estaría solo.
Avanzamos en conjunto. Pero pronto, otro desvío maldito. Me separé sin darme cuenta. Volví a reintegrarme. Me prometí no volver a quedarme atrás.
El grupo iba moderado. Pensábamos que el camino era más claro. Pero no. Aún quedaban subidas intensas, tan inclinadas y tan rotas que ni la mejor técnica servía. Era bajarse y empujar.
Aun así, me aferré a la bici. Subir montado era más lento, pero más digno. Y más rápido que caminar, si uno se concentraba.
Las lámparas titilaban. Las nuestras, al menos. A lo lejos, otras luces parecían fantasmas. Pero ya no me arriesgaría a ir solo.
Capítulo 14 – Las últimas pruebas
La noche estaba cerrada. Las estrellas, brillantes. La altura era evidente. Para mi sorpresa, el camino estaba lleno de pinos. No sabía que esta zona guardaba tanta vida.
Otro miedo se sumó: la lámpara comenzaba a iluminar bajo. La batería se agotaba rápido. Tenía que apagarla cuando no era indispensable. En cada tramo oscuro, mi mente jugaba con la posibilidad de caer. Aun así, seguí.
En una bajada complicada, casi nos vamos al suelo los dos. Fue el aviso. Había que ser extremos con la precaución. Cada curva podía ser la última.
Y entonces, otro golpe: el manubrio comenzó a aflojarse. Me había aferrado tanto a él durante los descensos que terminó cediendo. La lámpara iba montada allí. Perdía visibilidad en los momentos más críticos. Ya no había nada que hacer, salvo confiar.
Comenzó el descenso final. La instrucción era clara: no dejes que la bici gane velocidad. Pero era difícil. Yo frenaba con decisión. No iba a arriesgar el cuerpo después de tanto.
Me quedé atrás. El grupo se perdió entre las sombras.
Por fin, el recorrido terminó.
Oficialmente, la ruta se cerraba cinco kilómetros antes de donde yo debía llegar. Aún me esperaban en el puerto de Ensenada. Me uní a tres ciclistas que también debían continuar.
Cruzamos la ciudad en silencio.
Capítulo 15 – Final con pizza
Cuando llegamos al puerto, nos recibió algo sagrado: una pizza caliente. Nos sentamos en una mesa a las afueras del local. Compartimos una rebanada. No hablamos mucho. Solo respirábamos.
Y yo… tenía que irme.
Había terminado. No sabía si lo volvería a hacer. No por miedo, ni por cansancio. Sino porque sabía —desde ya— que esta versión del recorrido, con todos sus errores, tropiezos, decisiones a ciegas y encuentros improbables… era irrepetible.
Datos finales:
Distancia total: 138.78 km
Desnivel positivo: 2,628 m
Tiempo en movimiento: 10 h 02 m
Calorías: 3,828 kcal
Velocidad media: 13.5 km/h
Potencia promedio: 93 W
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